Las gotas del abu

Hubo que operarlo. Si continuaba así, su muerte sería inmediata.

Cuando el cirujano explicó en qué consistía la solución, nos pareció sencilla e inquietante a la vez. Mi abuelo tenía goteras.

Cabe aclarar que gobierna sus esfínteres y suda como un beduino. Lo que perdía, era agua. Agua cristalina y potable.

En el verano, a veces, se cebaba mate usando esa agua. A pesar de ser muy querido por nosotros y por sus conocidos, tomaba mate solo.

Los médicos dijeron que a pesar de que en los estudios no aparecía nada, era probable que con el líquido fuera perdiendo identidad.

Lo beneficioso, antes de operarlo, era que dejaba rastro. Esto nos era útil para encontrarlo, solo seguíamos el reguero y listo. Ahí estaba él.

Una vez trató de escapar de nuestra vigilancia atándose un secador de piso a la cintura para ir quitando evidencias de su paso, pero lo frenó al subir las escaleras de la terraza.

Un fin de semana que mis padres salieron, con mi hermana, preparamos una fuente enorme de remolachas. Nos cagamos de risa. Parecía que se desangraba. Varios vecinos casi se desmayaron.

Lo cierto fue que el médico dio con el remedio preciso. Hay que colocarle un baldecito por dentro, dijo. Al mes del implante, mi abuelo ya estaba bien.

Cerca de cada un de sus tobillos un pequeño baldecito de siliconas recibía el agua de sus goteras. Pero claro, había que drenarlos, para eso distintas sondas se unían cerca del ombligo y ahí nos presentamos con un grave problema: Cada doce horas, había que colocarle una manguerita y, teníamos que chupar (el mismo procedimiento para quitar nafta de un auto). Mi hermana puso el grito en el cielo, y se negó a realizarlo, entonces, tuvo que aprender él solito.

A mi abuelo comenzaron a pagarle en la Facultad de Medicina para poder estudiarlo. Sospechaban que el hombre tenía los lagrimales para adentro, pero los exámenes jamás pudieron comprobarlo.

En el verano del 74, cuando ya parecía un abuelo normal, algo imprevisto ocurrió: Si se pasaba el horario del drenaje, se convertía en nube. Lo bueno era que a veces tomaba unos colores espectaculares. Una vuelta, con un rayo fulminó a mi viejo, y de ahí en más, nadie se atrevió a tocarlo.